Novelas de luz

Supongo que uno a veces descubre las cosas más inesperadas en lugares insensatos. Imaginad una calurosa tarde de agosto y a mí, medio perdida en la sala de un museo, esperando obligatoriamente para volver a mi casa. Es cierto, allí estaba sentada, rodeada de otras personas que, como yo, desesperaban, mientras veían pasar el tiempo. Delante nuestro había una bandada de niños empeñados en construir o destruir una casa. A mi lado un padre dormitaba sentado en el suelo y yo me preguntaba cómo lo conseguía. Para evadirme de la situación, abrí el libro de Blasco Ibáñez que llevaba encima: El paraíso de las mujeres. Sólo tenía intención de empezarlo. Lo que no esperaba encontrar, ni por asomo, era una introducción del autor en la que hablaba de cine; ni sospechaba que allí descubriría un término que definía las películas de un modo hermoso. Para el escritor éstas eran novelas luminosas. Me gustó.

Creo que hacía tiempo que no veía tantas películas como en este verano, de todo tipo, de las buenas y de las muy malas. Reconozco que a veces me he cuestionado si no debía estar haciendo otra cosa, pero me encontraba TAN bien sumergida en la pantalla que era incapaz de reencauzarme. Soy feliz en una sala de cine… y soy patéticamente maniática con las citas cinematográficas. Llego tres cuartos de hora antes para comprar las entradas y soy capaz de esperar en la sala media hora si es necesario (para desespero de quien me acompaña), consumida por la impaciencia. No puedo evitarlo: para mí es casi un ritual. Es siempre como estar en casa, en un lugar extraordinario donde me pierdo durante dos horas. Las películas han sido mi terapia en tantas ocasiones que no podría contarlas. Si alguien me preguntara: ¿Cómo ha sido tu verano?. Contestaría: Cinematográfico. Y fijo que pensaría que había sido espectacular y tal vez misterioso. Sí, lo ha sido… pero de ficción.

Otros recordarán su infancia en un parque, trotando por la playa o jugando con sus amigos en la calle; la mía, cuando la evoco, la sitúo en un cine. Fui una niña muy afortunada. Me acuerdo que, a veces, mi madre me dejaba el asiento sin bajar para que me sentara encima y nadie me tapara. Era muy incómodo, pero no me importaba. ¡En mi ciudad había tantos cines! Supongo que a falta de una programación teatral, por entonces muy pobre, el público se volcaba en el ocio cinematográfico. El otro día alguien me preguntó sobre el tema. Fui capaz de contar quince salas de estreno y me perdí con las de reestreno. Porque aquello era realmente un festival. Entre los primeros había algunos inmensos, maravillosos. En algunas épocas y con algunas películas, se abarrotaban hasta la bandera. Recuerdo colas larguísimas para comprar las entradas y en ellas la espera parecía no acabarse nunca. Recuerdo aquellos tipos que te ofrecían entradas de reventa. ¡De reventa para ir al cine! Y luego el olor, que nada tenía que ver con ese artificioso de palomitas que te inunda cuando entras hoy en día. Era un aroma especial que echo de menos. Con todo, lo que más me gustaba era cuando mis padres decidían ir a uno del barrio. Aquellos eran más modestos, pero tenían una ventaja: podías ver dos o tres películas en una tarde. Entrabas de día y salías de noche. Por eso llevábamos la merienda y, en alguna ocasión, la cena también. Tengo presentes, como si lo viera ahora mismo, las vitrinas que colocaban en los vestíbulos donde podías contemplar imágenes de la película. Yo me detenía delante deseando tener algunas, anhelando cogerlas y llevarlas a mi habitación para mirarlas una y otra vez. Creo que es la única vez que he querido de verdad llevarme algo que no era mío. Mi sentimiento de culpabilidad fue algo menor cuando, por primera vez, pude ver la película titulada La noche americana de François Truffaut. Juraría que era esa.

Hoy todo eso se ha perdido. A pesar de que hoy puedo ver películas en cualquier momento, me llena de nostalgia la ausencia de estos lugares. No soy de las que mira su infancia con melancolía, para nada, pero sí echo de menos esas inmensas salas, la expectación (que todavía está presente de algún modo), aquellos vestíbulos (algunos con espejos, dorados y molduras), aquellas fotos clavadas en los expositores y aquellos bares en los que podías comprar una bolsa de palomitas dulces. Soy de las que sangro cuando veo ese Capitol arrasado por dentro, porque para mí era algo más que la arquitectura de una época: era mi arquitectura sentimental. Como la de todos los demás cines. No, no he tenido un verano cinematográfico. En verdad, ahora que lo pienso mejor, toda mi vida ha sido cinematográfica. Las películas siempre han estado en ella.